Verdad Amada, Vivida y Comunicada

“[…] la verdad, según su naturaleza, y como perfección de la inteligencia, es un bien”

“La convivencia humana no sería posible si los unos no se fían de los otros como de personas que en su trato mutuo dicen la verdad” (Suma teológica, II-IIa, q. 109, a. 3, ad 1). Esta afirmación de Tomás de Aquino, del siglo XIII, no ha perdido actualidad. Pone de manifiesto la importancia de la verdad en nuestras sociedades para vivir nuestra convivencia cotidiana desde la confianza recíproca. En efecto, confiamos en aquellas personas fiables que son coherentes entre lo que piensan, lo que dicen y lo que hacen; y desconfiamos de quienes nos engañan. Las personas fiables son veraces porque dicen la verdad y la viven con honradez e integridad.

Pero qué es amar la verdad. Es mucho más que un sentimiento romántico o que una frase en un afiche a colores. Implica valorar la importancia del conocimiento de la verdad como fundamental para el buen ser y actuar de las personas y de las comunidades que conforman. Ese amor a la verdad no es una creación humana que aparece frente a la inteligencia artificial, sino que es algo innato en nosotros: responde al deseo natural de conocer la realidad, con el fin, en primer lugar, de saber y explicarla. Basta con observar la curiosidad de los niños frente a todo lo que se les presenta como nuevo, y la pericia del detective que identifica las pista que le permitan hallar la explicación de un crimen. Imposible tomar cualquier decisión si no conocemos bien antes las opciones y sus consecuencias. Y, en segundo lugar, de tomar decisiones con conocimiento de causa, cosa que a veces exige mucho tiempo y un buen discernimiento -cualquier dilema moral sería un buen ejemplo.

Aristóteles, en el siglo IV antes de Cristo, afirmó que todos deseamos por naturaleza saber. Ahora bien, no aspiramos a saber cualquier cosa sino a saber la verdad, y no la falsedad. Como ser racionales e inteligentes poseemos la capacidad de conocer racionalmente lo que existe y a nosotros mismos, y ese conocimiento perfecciona nuestra inteligencia.

Si la verdad es algo positivo que nos perfecciona como personas, la consecuencia es amarla y buscarla, aunque no sea fácil, y, en muchos casos, sea parcial. Lo contrario sería amar el error, la ignorancia o incluso la mentira, que, por otro lado, difieren entre sí. La falsedad es, simplemente, la falta de correspondencia entre lo que decimos o pensamos y la realidad, con independencia de que seamos conscientes de ello. De ahí que haya muchos errores que proceden del desconocimiento y son inconscientes, como si yo dijera que en Osorno está brillando el sol porque recuerdo una foto de esa ciudad en un día luminoso, pero puedo equivocarme si es que en Osorno está lloviendo, por ejemplo -como es altamente probable. En este caso, este error procede de mi ignorancia, pero no de la intención de manipular la verdad ni de engañar a nadie. Distinto es falsear la verdad que previamente conozco y peor aún con intención de hacerlo, normalmente motivado por un interés.

“Lo esencial de la definición de la mentira es […] la voluntad deliberada de proferir algo falso” (Ibid, q. 110, a. 1). Es, pues, faltar a la verdad conscientemente, manipular la verdad cuando en realidad debiéramos respetarla. Aunque “no es lícito mentir para librar de cualquier peligro a otro; se puede, no obstante, ocultar prudentemente la verdad con cierto disimulo”, (q. 3, ad 4), según dicte la prudencia.

Necesitamos fiarnos del resto para generar relaciones de confianza con los demás y como sociedad. Eso exige de cada uno el desafío de amar y vivir la verdad, aunque sea difícil.

 

Dra. Esther Gómez de Pedro
Directora Nacional de Formación e Identidad Santo Tomás