Razón y fe, ¿armonía o enfrentamiento?
La fe ilumina lo que queda más allá de la razón al igual que sólo captamos la luz de las estrellas en la oscuridad de la noche y no a la luz del sol.
Cuentan que Alexis Leonov, el primer cosmonauta soviético que hace años salió de la cápsula orbital, dijo comentando su experiencia: “Me he paseado entre las estrellas y allí no me he encontrado a Dios”. ¿Daba a entender con esto que Dios no existía? Esta cuestión nos abre la puerta a la relación entre fe y razón, entre conocimiento de fe y científico.
Recordemos, en primer lugar, que todo lo que conocemos es porque previamente existe. Y según sea su existencia, nuestro conocimiento se servirá del instrumento cognitivo más apropiado para percibir la realidad en cuestión. Si queremos, por ejemplo, gozar de una sinfonía musical –conocerla- disponemos nuestro sentido del oído y creamos las mejores condiciones para gozar de esa belleza. Pero a nadie se le ocurre abrir mucho los ojos o pensar mucho… no, la música se capta a través del oído. Y así, una persona sorda no podría participar del entusiasmo del que goza otra persona al escuchar la Quinta sinfonía de Beethoven, porque no dispone del cauce para oír. Y no por eso negaría la existencia de tal sinfonía. Igual que no se me ocurre negar la existencia de las ondas magnéticas sólo porque no las percibo, pues para ello necesito instrumentos especiales; ni la de las ideas que elaboro en el trascurso de estas reflexiones, que son inmateriales y se captan únicamente a partir de un proceso racional.
Y así, podemos ver claramente que cada realidad exige un determinado camino para ser conocida. Lo material se capta por los sentidos y por la experimentación empírica, lo inmaterial en cambio, por otros cauces: racionales, afectivos, etc. Por eso, que Alexis Leonov no se encontrara con Dios no quiere decir que Dios no exista, sino simplemente que no es algo sensible y que debemos conocerlo de otra manera.
Pero entonces ¿cómo conocerlo? La filosofía, desde los griegos, nos da una pista: en tanto que Ser y Causa primera, podemos conocerlo igual que conocemos a un artista. Si me paseo por un museo y contemplo un cuadro, si me fijo bien y me pregunto por la causa de esa obra de arte, necesariamente sabré algo de su artífice. Por ejemplo, que se sirvió de las reglas estéticas clásicas, que posee una inteligencia capaz de abstraer una realidad para plasmarla después en un cuadro, y, por lo tanto, que el artista es una persona inteligente y sentido estético, y así otras cosas. Este primer conocimiento es indirecto: lo deduzco a través de la manifestación que me permite percibir. Ya es un cierto saber. Pero no agota, ni con mucho, al artista. Si después de mi visita al museo, tengo la suerte de encontrar al artista firmando autógrafos y podemos conversar, él mismo me podrá contar muchas cosas de sí mismo, que, si es sincero conmigo, confirmarán lo que ya había deducido y lo completarán.
Apliquémoslo ahora a Dios. También habrá, pues, dos caminos de conocerlo. Uno indirecto a través de la obra del mundo, la naturaleza. La observación y el estudio del universo y su descubrimiento como un cosmos ordenado, con una maravillosa lógica inteligente –propio de la ciencia-, nos lleva a investigar su Causa Primera. Y según lo que se descubre, este ser es inteligente, es persona, es eterno (las últimas confirmaciones de la teoría del Big-Bang remiten a una existencia previa a las primeras partículas de que se tiene conocimiento). A este respecto dijo Max Planck, Premio Nobel de Física: “Lo que tenemos que mirar como la mayor maravilla es el hecho de que la conveniente formulación de esta ley produce en todo hombre imparcial la impresión de que la naturaleza está regida por una voluntad inteligente y consciente del fin”. Pues bien, a esta Causa primera, aunque sólo imperfectamente conocida, le llamamos Dios -tal como concluye Tomás de Aquino al final de cada una de sus vías de acceso racional a la existencia de Dios.
Esta vía racional o científica exige, para ser completada, el segundo camino: aquel por el que el autor, al hablar de sí mismo, nos permite un conocimiento más directo. A esta vía responde la fe, por la cual, como vimos en nuestra anterior cápsula, nos adherimos a lo que Dios ha revelado de Sí mismo a lo largo de la historia y, sobre todo, en su Palabra hecha carne. La fe no es algo sólo racional, sino una respuesta que engloba toda la persona: inteligencia, afectos, voluntad, y que exige, sí, fiarse de Aquel que se me revela. Este conocimiento de fe confirma el primero, el racional, y lo completa pero, por ser Dios infinito, también lo desborda. Por eso la fe no es algo irracional, sino supra-racional, que supera la razón. Lo que creemos por fe no se opone a la razón, pero su complejidad hace que no lo alcancemos a comprender en su totalidad, sino sólo su razonabilidad. La fe ilumina lo que queda más allá de la razón al igual que sólo captamos la luz de las estrellas en la oscuridad de la noche y no a la luz del sol.
Razón y fe, ciencia y fe, son, pues, dos vías válidas para conocer a Dios. Pues la realidad a conocer es la misma, sólo que por caminos diversos. De ahí que entre ambas deba existir armonía y no enfrentamiento, pues proceden ambas del mismo autor, Dios, que no puede contradecirse a Sí mismo cuando se manifiesta a través de sus obras en la creación o de su revelación.
Esther Gómez
Centro de Estudios Tomistas