Muerte como horizonte de la vida

“[…] al resucitar, fue el primero de todos en llegar a la vida eternamente inmortal”

 

La vivencia consciente de estar vivos, sobre todo cuando se experimenta como don, es una de nuestras máximas certezas. Igual de firme e inseparable de la primera, se presenta la del término de la vida, al menos tal como la conocemos en los parámetros espacio temporales. Al aparecer como la doble hoja de una puerta que se abre o se cierra, la muerte se dibuja como horizonte de la vida. A pesar, sin embargo, de la fuerza de esta evidencia, nos cuesta asumirla y tendemos a dejarla en el olvido, a arrinconarla como si el no hablar de ella la hiciera desaparecer de nuestro horizonte vital.

El instinto básico por el que nos aferramos a la vida explica algo este comportamiento, pero no del todo. Hoy en día, a diferencia de otros momentos en que se asumía la muerte como posibilidad y se vivía preparando lo que vendría después, hoy la muerte es un tema tabú pero que sigue suscitando temor e interrogantes. Quizás se debe al vertiginoso progreso de las ciencias y la tecnología humanas que puede hacernos creer que esta vida es la definitiva y nos lleva a abocarnos a ella como si fuera la única, dejando en el olvido o como si no fuera relevante lo que hay detrás de la puerta de la muerte. Esta mirada hacer perder a la muerte su significado de horizonte vital y, como consecuencia, su influjo sobre la vida misma en la medida que se desperfila y hasta se absolutiza -resucitando el “carpe diem” de ciertas épocas. Tampoco se perfila adecuadamente en esta tradición “importada” de Halloween, pues suele quedarse en un culto a los muertos sin trascendencia ni esperanza pudiendo llegar a desdibujar la línea divisoria entre la vida y la muerte.

Ahora la pandemia nos obliga a volver a considerar la muerte como algo real y casi cotidiano, ante lo que se puede adoptar una doble actitud: negarla abocándose a esta vida como si fuera la única, o integrarla resignificando la vida misma. También entre los filósofos existen estas dos posturas: unos la han integrado como parte de la vida que la orienta, como Sócrates, Platón y muchos más, mientras que otras la han visto como una condena que lleva a la nada, como Sartre y muchos existencialistas y pensadores actuales. Sócrates vivió la filosofía como preparación para la vida buena y aceptó su muerte en coherencia a su conciencia que le susurraba interiormente que era mejor sufrir una injusticia que cometerla, pues de esa manera podría reunirse con los grandes héroes que le esperaban más allá de la muerte. Para Sartre, en cambio, la muerte desembocaba en la nada y, al no poder dudar del fin temporal de la vida, ésta se presenta como un sinsentido sin esperanza, y la muerte como condena. Se enfrentan, así, paz y desesperación; amor e indiferencia, porque el amor juega un papel importante.

La intuición de los primeros filósofos, sumado al deseo de eternidad que bulle en nuestro corazón, encuentra una plenitud en la respuesta de Jesucristo ante la muerte. Su vida y mensaje pone de manifiesto la fuerza del amor: lo que hay luego de la muerte es de tal profundidad y trascendencia que transforma radicalmente el significado de la vida. De esa forma su verdadero horizonte ya no es la muerte sin más, sino la vida eterna y el horizonte que abre. Dios nos invita a la comunión con Él en esa vida plena que, si se acepta, da a lo temporal un significado de eternidad, en tanto que vivido en conexión y orientado al sentido último definitivo; y, por otro lado, da también un significado trascendente a la separación, humanamente desgarradora, de los seres queridos que atraviesan la puerta de la muerte, que así puede vivirse con paz y amor. En efecto, “mientras uno vive sujeto a la necesidad de morir, en cierto modo le domina la muerte”, pero la resurrección verdadera libera de la necesidad misma de morir, que es la de Cristo: “el primero de los resucitados, porque, al resucitar, fue el primero de todos en llegar a la vida eternamente inmortal” (Suma Teológica, III, q. 53, a. 3).

Infinitos horizontes se abren desde la vida eterna como el verdadero significado ante la muerte y la vida, y que avivan el amor y permiten vivirlo con paz y serenidad.

Esther Gómez,

Dirección Nacional de Formación e Identidad, UST