Más de la Justicia

Al hilo de estas reflexiones tomistas continuamos perfilando la mejor manera de ser felices. Hemos abordado ya la prudencia y la justicia, dos de las virtudes cardinales, necesarias en una vida activa que nos acerque a la felicidad. De la justicia vimos que consistía en dar a cada uno lo suyo de una forma constante, es decir, según el derecho, que es la virtud que rige por antonomasia las relaciones humanas y que se dividía en distributiva y conmutativa.

En ese dar a cada uno lo suyo, Sto. Tomás reconoce virtudes distintas -anexas a la justicia- en función de quién sea el que debe recibir, y qué sea lo que se le debe: la deuda. Según el primer punto, estamos obligados a dar lo suyo a aquellas personas de quienes hemos recibido grandes dones y ante quienes nos presentamos con cierta desigualdad: Dios, nuestros padres y autoridades y quienes poseen una especial dignidad conferida por un cargo o un valor moral.

La virtud por la que damos a Dios lo suyo es la religión. Se caracteriza por rendir a Dios, tanto exterior como interiormente, honor y reverencia especialísimos, a causa de su singular excelencia. La razón es que de Dios, que es el primer principio de la creación y del gobierno universales, recibimos el ser, la vida y muchos otros dones naturales. Además, “el honor y la reverencia tributados a Dios no son en su provecho sino en el nuestro, por ser Él la plenitud de la gloria, a quien nada puede añadir la criatura. Pues la reverencia y honor a Dios implican la sumisión de nuestra mente, que en esto se perfecciona. En efecto, la perfección de las cosas está en la subordinación a lo que les es superior… Por ello, en el culto divino son necesarios ciertos actos corporales que, a modo de signos excitan el alma a actos espirituales que unen el hombre a Dios. Por lo tanto, la religión consta de actos internos, que son los principales o propios de la religión, y de actos exteriores, que son secundarios y ordenados a los interiores” (Suma Teológica, II-IIa, q. 81, a. 7). Esta virtud se concreta en la devoción, la oración –por la que “el hombre se somete a Dios y confiese la necesidad que tiene de Él (q. 83, a. 3)-”, la adoración, los sacrificios y ofrendas, entre otros. En cambio, se le oponen: la superstición, la idolatría, la adivinación, el tentar a Dios, el perjurio, el sacrilegio y la simonía.

En relación a los padres, debemos rendirles honor y reverencia a través de la virtud de la piedad. La razón es que hemos nacido de ellos y nos han educado y criado. En este sentido, Tomás de Aquino, incluye también lo que le debemos a la patria, pues de ella hemos recibido algo similar. La piedad incluye practicar la reverencia y la sumisión, así como servir –especialmente a los padres- buscando su bien, sobre todo cuando estén más necesitados de él. La piedad filial practica la acogida y el cuidado de los padres, con mayor razón en sus los momentos finales vida, cuando más necesitados están de ayuda.

En último lugar, y derivado de la virtud anterior, concluye Santo Tomás que a las personas superiores en dignidad o que poseen algún cargo de autoridad sobre otros, se les debe el honor propio de la observancia. Ésta es una especie de recompensa o reconocimiento a su virtud o a su cargo. Efectivamente, quienes reciben una autoridad para gobernar necesitan, precisamente para poder desempeñarla bien, que se respeten sus órdenes y normas, lo cual implica que se les deba obediencia, es decir, servicio a la autoridad y acatamiento a sus mandatos, siempre que éstos, obviamente, estén dictados según el bien común.

Estas virtudes, religión, piedad y observancia, se hacen así, necesarias para respetar el orden natural y salvar, de alguna manera, la desigualdad entre el don recibido –mayor o menor según quien sea el donante- y lo que se debe.

María Esther Gómez de Pedro
Coordinación Nacional de Formación Personal