El descanso contemplativo: el más reparador y perfeccionador

Descansar amando es el mejor descanso.

¿Qué hace el empresario que planifica sus estrategias o la profesora que prepara una clase, o el jardinero que poda los árboles o yo mientras escribo esto? Sí, todos hacemos algo. ¿Y la madre que contempla a su hijo de meses cuando duerme? También hace algo. Este hacer algo implica siempre una actividad. Incluso el respirar o el meditar son actividades, aunque diversas entre sí. Por eso, mientras estemos vivos, no dejaremos de realizar una u otra actividad. La diferencia radica en el tipo de actividad y lo que esta implique de cara al bien de cada persona y de la sociedad como tal, es decir, cuánto la perfeccione.

De esta manera se evidencia que actividad no es sólo trabajo, sino también descanso. El descanso no es mera ausencia de trabajo, sino que tiene un peso en sí mismo que depende, como en toda actividad, de cuánto perfeccione a la persona. Se equivoca quien dedica las horas de descanso o las vacaciones a “no hacer nada” o “tumbarse en la hamaca y dormir”, igual que se equivoca quien convierte su descanso en una carrera loca por cumplir todos los sueños que no alcanza a realizar en sus jornadas laborales, o a visitar lleno de estrés todos los monumentos de la guía turística o a destruirse con un tipo de “diversiones” a las que difícilmente se puede llamar descanso.

Por otro lado, si lo más noble de la persona es su espíritu, por el que conocemos y amamos la verdad y el bien que nos permiten, a su vez, regir y orientar vida y acciones, entonces las actividades que potencien la vida del espíritu tendrán también una mayor nobleza y cierta prioridad respecto al resto. De ahí que la vida contemplativa prevalezca frente a la activa, el verdadero descanso frente al trabajo productivo, la vida familiar sobre el desarrollo profesional, lo que vale por sí mismo (como el juego) frente a lo útil (como el dinero), y la amistad en general frente a los negocios, pues somos más ‘homo sapiens’ que ‘homo faber’ u ‘homo ludens’. El hacer es un reflejo de lo que se es y la verdad es que nos ‘hacemos’ semejantes a lo que contemplamos y amamos. Por eso, el modo más perfecto de trabajar es aquel que no se reduce a un simple medio para obtener un sueldo, sino que es instancia gozosa para realizarme sirviendo a otros.

Santo Tomás explica la naturaleza del descanso desde las dos acepciones del término: como “cese del obrar” o “como cumplimiento del deseo” (Suma Teológica, Ia, q. 73, a. 2). La primera entiende el descanso como dejar de trabajar, o porque se consiguió el fin del trabajo o para reparar fuerzas. La segunda en cambio, alude al movimiento interno hacia algo amado que nos hace estar en una tensión de amor hasta que conseguirlo, y sólo entonces gozarlo: sólo amamos lo bueno y el Bien. Si no se ama algo, tampoco se busca estar con ello y menos se goza al lograrlo. Para el que no ama, cesar el trabajo no es verdadero descanso, sino puro aburrimiento. Y, por otro lado, el nivel y la intensidad del descanso dependerán del tipo de bien amado y contemplado. Un bien más perfecto, hará más perfecto su descanso y goce; y viceversa. Pues bien, si de todos los bienes reales el más perfecto es la persona, lo que más nos descanse será amar y contemplar las personas amadas y como la persona más digna de ser amada y más perfecta es la persona divina, entonces –concluye el Aquinate- “nosotros somos [plenamente] felices sólo disfrutando de Dios” (Ibid, ad. 3).

Dios descansó al séptimo día, no sólo porque cumplió con la creación, sino también porque viendo que su obra “era buena”, se gozó en Sí mismo y disfrutó en ella. Por eso, nuestro mejor descanso será descansar en Él mismo, disfrutar de su bondad (Ibid, a. 3, ad. 2) y de los bienes que nos ha dado. Descansar amando es, pues, el mejor descanso.

Que nuestras vacaciones sean entonces verdaderos: momentos de una actividad intensa, que buscamos por sí misma, y no por lo que produce, en compañía de los amigos.

 

Esther Gómez / Gonzalo Letelier

Centro de Estudios Tomistas