El corazón y el amor al pizarrón
Es verdad que el cuidado de la salud mental exige un orden de vida que evite el excesivo agobio o estrés, o vivir en la verdad para tener la conciencia moral en paz, pero no podemos obviar algo crucial y del que depende casi totalmente el sentido que demos a la vida: la vivencia del amor, pero no cualquiera, sino del que busca el bien y no egoístamente. Muchos desequilibrios personales proceden de no saberse amados o perdonados, por nosotros mismos o por los demás, o por el temor de perder el amor.
Tomás de Aquino dedicó muchas de sus páginas al amor, que es el catalizador afectivo de cuanto hacemos y causa los demás afectos, en tanto que lo amado o su ausencia puede causar alegría, tristeza, desesperación, miedo, etc. Por eso es fundamental amar correctamente: que lo que amemos sea digno de ser amado y que lo amemos como se merece. Sería ridículo echarse a morir si se rompe un lápiz, mientras que sería inapropiado no sentir nada al perder un ser querido.
A los útiles materiales los valoramos por su utilidad, y a las actividades por sus efectos, pero las personas son un bien en sí mismo. Bueno es trabajar para vivir, pero el trabajólico que vive para trabajar, ama desordenadamente el trabajo al preferirlo a bienes superiores, como el amor a las personas, como la familia. Otro desorden sería amar tanto la opinión de los demás, que faltemos a la verdad sólo para mantenerla. Por eso el amor ordenado entre las personas es lo más significativo para un amor que da sentido a la vida, mientras que lo demás -bienes materiales, trabajo, éxito, etc- son relativos y es un error absolutizarlos
Si volvemos a las riquísimas reflexiones de santo Tomás sobre el amor, también da pistas de por qué es clave para la felicidad. Al explicar uno de sus efectos, afirma que sólo cuando descansamos de nuestra búsqueda y gozamos del ser amado al unirnos a él, es cuando realmente experimentamos la paz interior. “Tal es la unión real, la que en definitiva busca tener el amante con lo amado, la sola que aquieta definitivamente el apetito; y esta unión es según la convivencia del amor: convivir, conversar, conocerse íntimamente, unirse con el amigo en comunión de vida” (Suma Teológica, I-IIa, q. 28, a.1).
Esta última expresión de la “comunión de vida” manifiesta el sentido que entrega a la vida: pues estamos hechos para amar y ser amados: sólo eso nos da felicidad. Por eso sin un amor verdadero estamos desasosegados y descentrados, dificultando la salud mental. Y sólo podemos amar verdaderamente si lo experimentamos: igual que aprendemos las lecciones más importantes de los buenos maestros, así mismo aprendemos a amar de quienes nos aman de verdad. Y en esta “carrera”, todos somos aprendices en el amor, excepto el Maestro por antonomasia, el que “nos amó” hasta el extremo.
Hasta el Papa Francisco ha escrito recientemente su encíclica “Dilexit nos”, que significa “nos amó”. La respuesta al anhelo humano de amor y de sentido pleno de la vida de forma absoluta la da Dios, que nos ha amado no por nuestros méritos, sino por nosotros mismos y para que aprendamos a amar en esa comunión de intimidad propia del amor. En su encíclica reflexiona, en el doble nivel humano y divino, sobre la importancia del corazón como unificador de la vida y fuego, sobre los gestos y palabras del amor, presenta también ese Corazón que tanto amó, el de Cristo, como amor que da de beber y es capaz de saciar nuestra sed y, por último, invita a devolver ese amor. Sus últimas palabras nos dejan una invitación apremiante: “bebiendo del amor de Jesucristo, nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común” (217).
Dra. Esther Gómez de Pedro
Directora nacional de Formación e Identidad