¿Conversan razón y fe?

“[…] cuando vemos un efecto, experimentamos el deseo natural de ver la causa”

¿Es posible entablar un diálogo entre razón y fe? La experiencia nos enseña que al observar un efecto, surge el deseo natural de conocer su causa. Cuando Alexis Leonov, el primer cosmonauta soviético, al salir de su cápsula orbital, afirmó no haber encontrado a Dios entre las estrellas, ¿podemos concluir que Dios no existe basándonos en esa experiencia? Este cuestionamiento plantea un tema crucial: la interrelación entre la fe y la razón, entre el conocimiento basado en la fe y el científico.

Es importante recordar que todo lo que conocemos existe previamente. Dependiendo de su naturaleza, requerimos del instrumento adecuado para percibir y comprender esa realidad. Por ejemplo, para disfrutar de una sinfonía musical, utilizamos el sentido del oído y creamos las condiciones necesarias tanto externas como internas para apreciar su belleza. Así como una persona sorda no puede experimentar el entusiasmo de escuchar las Cuatro Estaciones de Vivaldi, aunque esto no implica negar la existencia de tal obra musical. De la misma manera, no negamos la existencia de ondas magnéticas simplemente porque no las percibimos sin instrumentos especiales, ni la de las ideas que formulamos durante nuestras reflexiones, las cuales son inmateriales y se comprenden únicamente a través de un proceso racional.

Así podemos entender que cada realidad demanda un método específico y herramientas adecuadas para ser comprendida. Lo material se percibe mediante los sentidos y la experimentación empírica, mientras que lo inmaterial se aborda a través de vías como la razón y los afectos. Por lo tanto, el hecho de que Alexis Leonov no encontrara a Dios entre las estrellas no implica que Dios no exista, sino más bien que no es algo perceptible por los sentidos y que se requiere otro camino y herramientas para conocerlo.

¿Cómo podemos entonces llegar a conocer a Dios? La filosofía, desde sus inicios y como confirma Tomás de Aquino en la Suma Teológica: “cuando vemos un efecto, experimentamos el deseo natural de ver la causa” (Ia, q. 12, a. 1), nos ofrece pistas: podemos conocer la Causa última de la realidad de la misma manera que conocemos a un artista. Cuando observo un cuadro en un museo, puedo deducir ciertas características del artista, como por ejemplo, que sigue las reglas estéticas clásicas, que posee una inteligencia capaz de abstraer la realidad para plasmarla en la obra, y que tiene un sentido estético refinado, entre otras cualidades. Este conocimiento es indirecto: lo deduzco a través de la manifestación que me permite percibir. Es un saber limitado que no agota ni mucho menos describe completamente al artista. Si después de mi visita al museo, tengo la oportunidad de conocer personalmente al artista y escucharlo hablar sobre su obra, podría confirmar lo deducido previamente y añadir detalles que completen mi entendimiento.

Ahora apliquemos esto al conocimiento de Dios: existen dos caminos para conocerlo. Uno de ellos es indirecto, a través de la contemplación de su obra en el mundo natural. La observación y el estudio del universo como un cosmos ordenado con una lógica inteligente, propio de la ciencia, nos lleva a investigar su Causa Primera. Según lo que descubrimos, esta entidad es inteligente, personal y eterna (como lo sugieren las últimas confirmaciones de la teoría del Big-Bang, que señalan una existencia anterior a las primeras partículas conocidas). En este sentido, Max Planck, Premio Nobel de Física, afirmó: “Lo que tenemos que mirar como la mayor maravilla es el hecho de que la conveniente formulación de esta ley produce en todo hombre imparcial la impresión de que la naturaleza está regida por una voluntad inteligente y consciente del fin”. Por tanto, a esta Causa Primera, aunque imperfectamente conocida, la llamamos Dios, tal como concluye Tomás de Aquino al final de cada una de sus vías racionales hacia la existencia de Dios. Él dice: “como quiera que son efectos dependientes de Él como causa, podemos partir de los efectos para saber que Dios existe” (Ibid, a. 12).

Esta vía racional o científica requiere, para su plena comprensión, el segundo camino: aquel mediante el cual Dios, al hablar de Sí mismo, nos brinda un conocimiento más directo. A esta vía corresponde la fe, por la cual nos adherimos a lo que Dios ha revelado de Sí mismo de manera especial en su Palabra hecha carne. La fe no es simplemente racional, sino una respuesta integral que abarca toda la persona: inteligencia, afectos y voluntad, exigiendo confianza en Aquel que se revela. Este conocimiento de fe valida y completa el conocimiento racional inicial, pero debido a la infinitud de Dios, lo trasciende también. Por ello, la fe no es irracional, sino supra-racional, superando la mera capacidad de la razón. Lo que aceptamos por fe no contradice la razón, pero su profundidad hace que no podamos comprenderlo completamente, sino solo en términos de su razonabilidad. Así como la luz de las estrellas se percibe en la oscuridad de la noche y no bajo la luz del sol, la fe ilumina lo que está más allá de la razón.

Razón y fe, así como ciencia y fe, son dos vías válidas para alcanzar el conocimiento de Dios. Aunque la realidad a conocer es la misma, accedemos a ella por caminos diversos, lo que requiere armonía y no conflicto entre ellas. Ambas proceden del mismo autor, Dios, quien no puede contradecirse a Sí mismo ya sea manifestándose a través de sus obras en la creación o revelándose directamente.

 

María Esther Gómez
Directora Nacional de Formación e Identidad